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¿Puede el DERECHO ADMINISTRATIVO sobrevivir a su propio futuro digital? El alma del DERECHO ADMINISTRATIVO entre algoritmos y legados romanos
El derecho administrativo está cambiando más rápido de lo que podemos digerir. 🧠 Y eso, créanme, no es una metáfora ni una frase bonita para abrir un texto. Es una alerta, una de esas advertencias que vienen sin sirena, pero que deberían retumbar en la cabeza de todo aquel que todavía crea que el boletín oficial es el único campo de batalla del Estado moderno. Porque el derecho administrativo ya no es solo ese código de etiqueta para la burocracia, ni ese conjunto de reglas arcanas que solo un funcionario de carrera puede recitar de memoria. No. El derecho administrativo se está redibujando, pixel por pixel, y lo hace en un escenario donde conviven robots que entienden leyes mejor que muchos jueces, algoritmos que asignan subsidios más rápido que cualquier oficina pública, y un ciudadano que no quiere esperar su turno en ventanilla.
Ser abogado experto en derecho administrativo hoy ya no significa dominar códigos polvorientos ni memorizar decretos como letanías jurídicas. Significa, más bien, enfrentarse a un tablero que cambia de forma cada vez que uno parpadea. La tecnología ha dejado de ser una herramienta auxiliar para convertirse en el nuevo escenario donde se juegan las reglas del Estado. Y en ese escenario, los algoritmos deciden, los datos gobiernan y las instituciones buscan no perder el paso. ¿El problema? Que nadie entregó un manual de instrucciones. Lo que antes era letra muerta, ahora se ejecuta en tiempo real. Y lo que antes era un expediente, hoy es una interfaz.

En este contexto, el abogado experto en derecho administrativo se transforma en algo más que un intérprete de normas. Es un arquitecto digital del interés público, alguien capaz de leer entre líneas… pero también entre líneas de código. Ya no basta con conocer los principios del procedimiento o los límites de la potestad sancionadora: ahora hay que saber cómo auditar una decisión automatizada, cómo cuestionar la lógica de una IA que niega una prestación, cómo dialogar con programadores sin perder el espíritu de la legalidad. Porque el Derecho no ha muerto, pero ha cambiado de idioma. Y quien no lo entienda, simplemente quedará fuera del juego.
«La ley también puede programarse. Y desprogramarse.»
Cuando la IA redacta la norma y el Estado la ejecuta sin manos
Hace un tiempo, en uno de esos seminarios donde el aire huele más a papel reciclado que a ideas nuevas, un colega se levantó y preguntó con tono grandilocuente: “¿Podemos seguir hablando de derecho si no hay humanos tomando decisiones?”. La sala, llena de juristas respetables y algún que otro tecnócrata disfrazado de filósofo, se quedó en silencio. Yo pensé en la IA, claro. En cómo los contrato lifecycle management ya no solo ayudan a archivar documentos, sino que detectan cláusulas sospechosas antes de que un abogado bostee. En cómo la administración tributaria ahora hace cálculos de evasión más rápidos que cualquier contador con café doble. En cómo todo eso no es el futuro: es el martes por la mañana en cualquier oficina medianamente digitalizada del Estado.
Pero también pensé en el otro lado de la moneda. En esa trampa de la eficiencia total. En cómo los algoritmos también se equivocan, aunque no pestañeen. En cómo la transparencia es un concepto complejo cuando el código fuente está cerrado y en propiedad de una empresa con nombre impronunciable. En cómo el “Estado algorítmico de Derecho” puede sonar como una maravilla tecnológica, pero también puede ser un Leviatán invisible donde nadie sabe quién toma las decisiones ni cómo apelar contra una máquina.
«No hay control jurisdiccional cuando la sentencia la firma un código binario.»
De los sandboxes al sandboxismo ilustrado
La tentación del sandbox —esa especie de laboratorio legal donde se experimenta sin consecuencias— ha llegado también al derecho administrativo. Y no me malinterpreten: la idea no es mala. Probar cosas nuevas sin desmantelar todo el andamiaje normativo tiene su mérito. En América Latina, por ejemplo, ya se están testando plataformas de pagos móviles, criptomonedas y demás artilugios fintech bajo esta lógica. Todo parece una fiesta de innovación, con batas blancas y sonrisas disruptivas.
Pero también hay algo inquietante en ese entusiasmo regulador por la excepción. Porque cuando todo es excepción, ¿qué queda del derecho? Las agencias administrativas, que nacieron para poner orden, ahora parecen convertirse en camareros de un buffet tecnológico donde las empresas prueban y el Estado aplaude. ¿Y el interés público? Ah, ese se negocia en la segunda ronda de café.
Los sandboxes pueden ser útiles, sí. Pero si no se cuidan, se convierten en zonas grises donde el principio de legalidad se queda en la puerta, esperando a que alguien le devuelva su credencial.
Entre Washington y Bruselas, el derecho se parte en dos
Hay algo de tragicómico en ver cómo el derecho administrativo global se balancea entre el modelo norteamericano y el europeo como si fuera un equilibrista cansado. En Estados Unidos, con su Ley de Procedimiento Administrativo de 1946 y sus tres olas regulatorias, se respira ese pragmatismo legal tan suyo: participación pluralista, regulación de riesgos, y un sistema que ama tanto las excepciones como los principios generales.
Pero la revocación de la doctrina Chevron —ese pilar que durante décadas sostuvo la deferencia judicial a las agencias— ha dejado al modelo tambaleando. Y no es poca cosa: es como si de pronto el árbitro decidiera que los entrenadores ya no pueden intervenir en el juego. La consecuencia inmediata: más litigios, menos certezas.
Europa, mientras tanto, sigue apostando por la armonización normativa, la protección de derechos fundamentales y una burocracia más empática. Pero también más lenta, más recelosa del mercado, más aferrada a esa idea de que lo público no se negocia, se protege. Y aunque eso suena noble, a veces también suena a siglo pasado.
«El derecho administrativo es hoy una cuerda floja entre Washington y Bruselas.»
Roma no ha muerto, solo ha cambiado de toga
Los que creen que el derecho administrativo nació en Francia en el siglo XIX es porque nunca leyeron a los juristas romanos con suficiente atención. Allí estaba ya todo: el imperium, el ius publicum, la noción del bonum commune. No en forma de algoritmos, claro, pero sí como estructura mental. La exorbitancia de la administración, esa capacidad de actuar por fuera del derecho privado, es puro ADN romano. La tutela de derechos ante el poder público, también.
Ahora, el bonum commune ha mutado. Ya no solo se trata de caminos y acueductos, sino de privacidad digital, de justicia algorítmica, de sostenibilidad entendida como legado, no como moda. Lo que antes era la lex publica hoy se traduce en marcos normativos para proteger datos, gestionar energías limpias o incluso gobernar blockchains.
Y aquí viene lo divertido: la modernidad nos obliga a reinterpretar a Roma sin destruirla. No basta con digitalizar la administración, hay que reimaginarla sin perder ese fondo moral que la hace legítima.
«La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.»
(Proverbio tradicional)
Cuando la ley pierde el favor del pueblo
Más allá de códigos y decretos, el verdadero riesgo para el derecho administrativo hoy no es la IA, ni los sandboxes, ni los modelos comparados. Es la desconfianza. Porque cuando el ciudadano percibe que la administración no lo representa, sino que lo vigila o lo ignora, todo el edificio se resquebraja.
Hay una grieta entre lo normativo y lo real. Servicios públicos privatizados, decisiones automatizadas sin apelación, normas que cambian más rápido que la realidad que intentan regular. Todo eso genera ruido. Y cuando hay ruido, el derecho ya no se escucha, se sospecha.
La fragmentación normativa añade otra capa de caos. Un país, tres niveles de gobierno, mil normas que se pisan unas a otras. ¿Quién entiende eso? ¿Quién lo aplica? Y si hablamos de criptomonedas o inteligencia artificial, ni hablemos. Ahí ya no hay ley, hay carrera de obstáculos.
«No hay legitimidad sin comprensión. Y no hay comprensión cuando todo se regula en siglas y metadatos.»
Un derecho sin dogmas para un mundo sin centro
Si algo ha demostrado este tiempo, es que el viejo dogma administrativo —basado en jerarquías, unilateralidades y potestades omnipresentes— ya no sirve ni para decorar una tesis. Hoy se gobierna en red, con cooperación público-privada, con plataformas descentralizadas, con ciudadanos que exigen intervenir, decidir, programar.
Es hora de repensarlo todo: el recurso administrativo, la potestad sancionadora, incluso la noción misma de acto administrativo. Todo eso debe traducirse al lenguaje de hoy. A un derecho que hable con datos, pero que piense con alma.
“El que no se adapta, desaparece. Incluso entre códigos.”
(Recordatorio para juristas anclados en 1978)
¿Estamos listos para una administración sin papeles pero con conciencia?
El futuro del derecho administrativo será todo menos lineal. Se parecerá más a un jazz improvisado que a una sinfonía clásica. Un espacio donde la tecnología no sustituya al Derecho, pero sí lo empuje a pensar distinto. Donde los abogados no redacten contratos eternos, sino programen garantías temporales. Donde el Estado no solo controle, sino que inspire confianza.
¿Podrá este nuevo derecho sostenerse en su propia elasticidad? ¿O terminaremos regulando la IA con normas del siglo XIX mientras los algoritmos ya toman decisiones por nosotros?
Tal vez la pregunta correcta no sea qué derecho queremos, sino quién escribirá el derecho del mañana: ¿los juristas o los programadores?
Y si la respuesta es ambos, más vale que empiecen a hablar el mismo idioma.