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¿Por qué ESTAMBUL MONOCROMÁTICA hechiza la cámara y la memoria? ESTAMBUL MONOCROMÁTICA late entre grano químico y neón digital
Estamos en julio de 2025, en la orilla europea del Bósforo, y ESTAMBUL MONOCROMÁTICA aparece ante mí como una postal que sonríe con media boca y se niega a decidir si pertenece al ayer o al mañana 😊. «La ciudad entierra su secreto en cada sombra, y yo desentierro uno distinto cada vez que disparo».
Hace tiempo descubrí que caminar por aquí con mi vieja Pentax K1000 es el modo más rápido de ralentizar el presente: cada fotograma tarda lo que tarda el obturador en cerrarse, y ese latido manual acaba contagiándole a la mente un ritmo propio de un retro vintage viaje que parece escrito en emulsión fotosensible. El ruido lejano del ferri, la llamada al rezo flotando como un reverb natural y el chisporroteo de los viejos tranvías al rozar la catenaria se funden con el zumbido de los scooters eléctricos. Entre esos sonidos superpuestos nace la melancolía urbana que Orhan Pamuk bautizó como hüzün turco, un velo gris que la ciudad viste con naturalidad —como quien se pone un abrigo heredado— y que hoy yo abrazo para descifrar la partitura emocional del lugar.
Origen: Melancholic, Monochrome Istanbul
El grano como brújula interior
Cuando dejo que el carrete avance mecánicamente siento que el cine analógico transforma la megaciudad. Basta mirar la avenida İstiklal a través de un visor de cristales anticuados para que los logos luminosos pierdan agresividad y los grafitis se conviertan en jeroglíficos románticos. «Todo lo moderno huele mejor cuando pasa por un baño químico». No es solo estética: se trata de volver a creer que la luz es algo que se domestica con paciencia, no con un filtro de treinta milisegundos. Ara Güler lo demostraba sin artificio; en sus negativos, aún visibles en esta exposición itinerante que recorre los cafés de Galata, la capa de plata se comporta como piel y deja respirar las fachadas desconchadas. En su entrevista —consultable en este perfil dedicado al “ojo de Estambul”— confiesa que el instante decisivo no es una ráfaga sino un pacto. Yo, que soy apenas un turista con aspiraciones de flâneur moderno, intento suscribir ese pacto en cada esquina.
Pero surge un enigma: si el carrete caducado otorga a los rascacielos incipientes un aura de nostalgia, ¿qué aspecto tendría esta avenida reproducida con el algoritmo inverso que decolora las fotos digitales? Las investigaciones sobre recoloración inversa —esas redes neuronales que desnudan la cromática para recrear el grano— avanzan deprisa, y el reportaje de Xataka deja claro que el proceso es casi alquimia: la máquina debe decidir qué imperfecciones conservar para que la mentira resulte verosímil. Entonces me pregunto: ¿podría una IA generar un fotograma bañado en hüzün que resultara indistinguible del carrete de 1965?
hüzün turco y neón sideral
La sombra compartida de la que habla Pamuk —léanse sus páginas sobre “la tristeza comunitaria” en este ensayo imprescindible— dialoga con las visiones de ciencia ficción sombría que pueblan las novelas cyberpunk. En ambos universos la gente arrastra la sensación de haber perdido algo irrecuperable: la antigua grandeza otomana o la inocencia humana reemplazada por implantes brillantes. Pero Estambul no se limita a lamentar su decadencia; la exhibe con la convicción teatral de quien sabe que la ruina es un escenario magnético. Bajo el cartel de un Cine Majestic que ahora proyecta blockbusters subtitulados, las tuberías oxidadas se iluminan con leds violeta y producen ese contraste que el ojo asocia al neón tokiota. «El futuro escribe sus capítulos más oscuros con tinta de nostalgia».
Mientras tanto los escritores de la última ola combinan chips y minaretes en relatos donde la mezquita se refleja en la carcasa cromada de un dron policial. Yo contemplo la escena y me doy cuenta de que el hüzün funciona como resistencia emocional frente a la euforia digital: un suave freno que impide que la ciudad olvide su relato más íntimo.
Flâneur moderno en clave aérea
Walter Benjamin describió al flâneur como ese observador silencioso que hurga en los escaparates para leer la psicología de la multitud. Hoy lo veo reencarnado en muchachos que pilotan drones FPV por encima del Puente de Gálata. Ellos no pasean, sobrevuelan. Suben los metros que le faltan al peatón para sentirse pájaro y graban vídeos esfera a 5,7 K. Uno de esos pilotos me permite ver en directo cómo la Plaza Taksim se despliega en su pantalla ultrapanorámica: el suelo empedrado parece piel de reptil, los tranvías rojos se deslizan como glóbulos de un organismo gigantesco, la bandera turca flamea con pulso cardíaco. El artículo académico sobre la semiótica del plano-dron, disponible en SAGE Journals, advierte de algo inquietante: la mirada aérea altera nuestra relación con la escala y con la empatía. Tal vez por eso, tras bajar el mando y devolverme a mi altitud humana, noto un leve vértigo: ¿sigo siendo flâneur si apenas toco el suelo?
Museo de la Inocencia y su archivo sentimental
Cruzo hasta Çukurcuma y entro en el Museo de la Inocencia —recomiendo la visita práctica descrita aquí— con la sospecha de que la colección de colillas, broches y envoltorios de chocolate es la cara B de toda esa imaginería high-tech. Pamuk convierte cada objeto doméstico en pieza de orfebrería narrativa, y pienso que su método se parece mucho a un dataset de entrenamiento: cuantos más ejemplos de un amor no correspondido archivemos, más nítida será la simulación que una IA haga de ese amor dentro de veinte años.
En una vitrina encuentro un pasador de pelo que reluce como un trozo de película arrancado del rollo. Me detengo: si el mañana consiste en avatares que viajan por realidades simétricas, el pasador funciona como ancla. «Sin un puñado de migas sentimentales nos perderíamos en el laberinto del mañana».
Melancolía urbana sobre raíles sin conductor
Sale a debate el nuevo proyecto de tranvía autónomo que promete recorrer Beyoğlu sin conductor ni catenaria, alimentado por baterías ocultas y sensores LIDAR. Suena ideal, pero me pregunto qué haremos sin el tintineo metálico ni la campana manual con que el maquinista avisa a los despistados al caer la tarde. Las vecinas mayores temen perder el diálogo cotidiano con el conductor, esa micro-conversación que sirve para comprobar que el día sigue su curso. Los jóvenes celebran la llegada del tranvía-wifi. Yo me quedo a medias: el progreso es tentador, pero el nostalgia futurista que cargo a la espalda me exige escuchar el traqueteo de los ejes. El dilema no es técnico; es poético. Si todos los trayectos se planifican con precisión algorítmica, ¿dónde quedará la posibilidad de bajarse tres paradas antes solo porque un bar huele a café recién molido?
Deep nostalgia y la foto que aún no existe
Por la noche, cuando reviso mis negativos en el pequeño hostal de Kadıköy, abro una app llamada Deep Nostalgia y la pruebo con un retrato otoñal de mi abuelo frente al Cuerno de Oro en 1962. La aplicación —maravillosamente descrita en este reportaje— anima su rostro, le hace pestañear y esbozar una sonrisa. Algo en mí se encoge; no sé si es ternura o desconfianza. Pienso en el algoritmo como en un prestidigitador amable que, sin embargo, ha leído demasiado bien mis debilidades. «La emoción auténtica también puede ser un archivo comprimido».
Y sin embargo, reconozco la potencia del invento: quizás mañana logre filmar el pasado que los carretes no alcanzaron a grabar. Tal vez mi cámara de 35 mm y mi móvil se conviertan en socios y no en rivales. Mientras revelo el carrete en el cuarto oscuro improvisado —una botella de café turco descafeinado sustituye al agitador— reflexiono: la imperfección química del negativo sigue ganando la batalla de la textura, pero la IA me regala la ilusión de compartir esa textura con quien ya no está.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
En el grano descansa el pulso del tiempo
El futuro anhela olor a cuarto de revelado
Mirada al mañana: del daguerrotipo cuántico a la retina aumentada
Imagina que dentro de diez años cada ciudadano lleve en la sien una micro-cámara neural capaz de registrar no solo fotones, sino olor, humedad y vibración. Imagina también que la mayoría de esas imágenes se procesan con un preset llamado “Estambul 1960”, diseñado para recubrir el presente de pátina plateada. ¿Será eso progreso o una forma nueva de hüzün enlatado? Pregunta retórica, sí, pero necesaria. Yo lo formulo así mientras observo los fuegos que iluminan la cubierta de un pescador en Karaköy: «Sin la caricia del pasado, el futuro cruje como engranaje sin aceite».
De vuelta en la habitación, escribo estas líneas consciente de que todo lo que hoy parece tecnológico mañana será vintage. La cinta magnética se volvió icono hipster, el vinilo resucitó con fuerza humanista, y los carretes Kodak que ahora compro a precio de reliquia quizá algún día formen parte de un museo sobre la melancolía digital. Me río al pensarlo: soy el arqueólogo de una época que todavía respira.
Miro por la ventana, veo pasar un taxi sin conductor y, al mismo tiempo, escucho un organillero afinando —truco de supervivencia callejera—. La coexistencia es absoluta: la pantalla holográfica del anuncio de kebab flota sobre un bazar de relojes mecánicos. En ese cruce imposible late mi fascinación. No necesito elegir entre chip y carrete, entre neón y bruma; puedo habitarlos todos.
Termino cerrando la libreta y exponiendo un fotograma más, quizá el último del rollo: la luz azulada de un quiosco de simit, una pareja que discute en susurros, el reflejo difuso de Santa Sofía sobre un parabrisas mojado. Click. Avanzo la película y el mundo vuelve a su velocidad normal.
¿Será que mañana una inteligencia artificial escribirá crónicas de nostalgia futurista mejor que yo? Tal vez. Pero dudo que sepa temblar cuando, al revelar la copia, descubra un pequeño halo de luz filtrada por accidente que convierte la fotografía en prodigio. Ese temblor —esa microscópica incertidumbre— es el verdadero motor de la ciudad.
Y ahora te pregunto, querido lector que viajas conmigo en este carruaje híbrido de emulsión y código: cuando el tranvía autónomo de Beyoğlu circule en silencio absoluto y los drones dibujen constelaciones publicitarias sobre el Cuerno de Oro, ¿seguirás escuchando el crujir del carrete que no existe o cederás al silbido perfecto del píxel sin ruido? Porque al final la elección define qué versión de Estambul decides habitar cada día.