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¿Qué ocultan los amantes del futuro en Neonspire City? La pasión cyberpunk que nadie se atreve a contar
NOTA: Este texto es PURA FICCION (CIENCIA FICCION) BASADA EN LOS RELATOS DE FICCION ERÓTICA DE JOHNNY ZURI.
Estamos en el año 2078 en Neonspire City, una metrópolis que parece construida más por algoritmos que por arquitectos, con sus torres de acero cromado y pantallas gigantes que nunca se apagan. El aire zumba con el vuelo de drones mensajeros que atraviesan la niebla tóxica, y yo, Marcus, me descubro sentado en mi propio hogar, rodeado de pantallas inteligentes, mientras la historia más extraña de mi vida comienza como si nada.
Porque todo empieza siempre igual: un sofá, unas copas de vino sintético, un invitado inesperado. Y sin embargo, lo que parecía una simple velada entre amigos acabaría revelando lo más humano en medio de tanto circuito y fibra óptica. En Neonspire City, la intimidad ya no se vive en penumbras, sino bajo la luz fría del neón.
SI QUIERES EL RELATO BASE ORIGINAL, SIN CENSURA lee en Origen: How a young rascal fucked my wife
El triángulo más inesperado de la ciudad futurista
Mi mujer, Lila, es una de esas criaturas que parecen diseñadas por ingenieros de belleza. Cabello de un castaño profundo, piel con un resplandor bioluminiscente apenas perceptible, y un traje de nano-fibras que se ajusta a cada impulso de su cuerpo. Ella no necesita esfuerzo para brillar: la ciudad entera palidece cuando entra en una habitación.
Frente a nosotros está Zane, un mecánico de sistemas cibernéticos, un hombre mitad carne mitad máquina con un aire de forajido galáctico. Su brazo izquierdo es un catálogo viviente del retrofuturo: engranajes expuestos, tubos que laten como venas luminosas, una especie de homenaje al steampunk que en 2078 todavía consigue arrancar suspiros de admiración.
Él cuenta historias de estaciones orbitales abandonadas, de chips olvidados en naves que vagan sin rumbo. Yo lo escucho, pero al mismo tiempo lo observo mirar a Lila. Sus palabras suenan a anécdota técnica, pero sus ojos parecen estar desmontando otra clase de circuito.
Y ahí está la ironía: cuando las máquinas se encargan de casi todo, el único motor que nunca se oxida es el deseo humano.
El roce que enciende más que mil pantallas
Dicen que el futuro sería frío, sin pasión, una vida gobernada por algoritmos que optimizan hasta la respiración. Pero la escena de aquella noche fue todo lo contrario. Bastó un comentario con demasiada chispa, un cumplido descarado que se escondía tras la carcasa del humor, para que la tensión eléctrica subiera de nivel.
Zane habló de Lila como quien describe un sistema que está a punto de estallar por exceso de energía. Y yo, lejos de detener la conversación, dejé que siguiera. No por ingenuidad, sino porque en su mirada vi reflejado un secreto que me persigue desde que acepté el primer implante en mi cuerpo: ¿qué significa ser humano cuando una máquina puede medir tu pulso, registrar tu temperatura y proyectar tus pensamientos en una pantalla?
Mi esposa se sonrojó. Yo sonreí. Él avanzó un poco más. Y de repente la atmósfera de la habitación parecía más cargada que la batería de un transbordador interestelar.
“Lo prohibido siempre brilla más en el futuro”, me dije mientras la copa en mi mano ajustaba su temperatura a mis dedos sudorosos.
Entre la tentación y el control
La paradoja de todo esto es que yo tenía acceso a los datos de Lila en tiempo real. Gracias a mis implantes neuronales podía ver cómo su corazón aceleraba, cómo la tela de su traje reaccionaba a sus impulsos eléctricos internos, cómo la piel le ardía bajo el neón. Y sin embargo, esos datos que debían darme el control absoluto no me sirvieron para detener nada.
Al contrario. Me alimentaron. Cada gráfica en mi campo visual era como un informe secreto de lo que ella sentía. Y entre más lo veía, más difícil me resultaba frenar lo inevitable.
Aquí es donde uno se da cuenta de que el futuro no ha cambiado tanto. Da igual la ciudad, los drones o los implantes: un triángulo de miradas todavía puede encender guerras privadas.
La ciudad como cómplice
Afuera, Neonspire seguía rugiendo. Los carteles holográficos lanzaban mensajes publicitarios en mil lenguas, el tráfico aéreo zumbaba como un enjambre, y la gente pasaba de un espectáculo virtual a otro, buscando una distracción más intensa que la anterior. Nadie reparaba en lo que ocurría en un apartamento cualquiera de los suburbios luminosos.
Y sin embargo, me gusta pensar que la ciudad lo sabía. Que el parpadeo irregular de las luces sobre nuestra ventana era un gesto cómplice. Que las máquinas, esas que todo lo ven y todo lo registran, entendieron que estaban frente a algo que nunca podrían programar del todo: la química de tres seres humanos decidiendo si cruzar o no un límite.
Entre engranajes y carne
Zane era más joven. Más salvaje. Más directo. Un hijo descarriado de Neonspire. Su brazo mecánico zumbaba al mover la copa, su ojo rojo vibraba como un radar, y aun así era su voz, esa mezcla de metal y carne, lo que realmente encendía la escena.
Lila se tensaba entre mis gestos y los suyos. Y yo, en lugar de poner un alto, decidí empujar la conversación hacia lo inevitable. ¿Por qué? Porque el futuro te da tantas opciones de control que a veces el único gesto verdaderamente libre es soltar el timón.
“Lo que el hombre calla, lo dicen sus máquinas”
Ese viejo refrán me vino a la cabeza mientras miraba los sensores de Lila elevarse a niveles insospechados. La tecnología, que todo lo mide, estaba narrando lo que ella aún no se atrevía a decir. Y lo curioso es que no había contradicción: sus emociones eran más transparentes que nunca. En un mundo donde cada dato queda grabado, la intimidad ya no consiste en ocultar, sino en decidir quién puede verlo.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
Una experiencia que ningún implante puede borrar
No entraré en detalles gráficos —la ciudad tiene suficientes hologramas pornográficos para eso—, pero sí diré lo esencial: aquella noche cambió algo entre nosotros. No fue solo una experiencia erótica compartida; fue el recordatorio de que, aunque vivamos rodeados de máquinas que registran cada movimiento, lo único que sigue escapando al cálculo es la pasión.
Zane no fue únicamente un invitado insolente. Fue el detonador de un protocolo que yo no había sabido escribir para mi matrimonio. Fue la chispa que reveló que, en ocasiones, el amor necesita un tercero para saber qué tan fuerte es.
Lo que queda después del neón
Con el amanecer, la ciudad seguía igual de ruidosa, igual de artificial, igual de brillante. Pero nosotros no. Habíamos cruzado un umbral invisible, y en el eco de esa experiencia descubrí algo que ningún chip podría simular: la complejidad del deseo humano, su carácter indomable, su potencia cuando se enfrenta a la rutina.
“No hay algoritmo que mida la intensidad de un secreto compartido.”
Y esa es quizá la mayor enseñanza que Neonspire me dio aquella noche.
“El amor es la única máquina que se repara a sí misma.” (Aforismo futurista)
¿Y ahora qué?
Quizá te preguntes si seguimos viéndonos con Zane, si aquello fue el inicio de algo más grande o solo una anomalía en nuestro sistema matrimonial. La respuesta es ambigua, como todo en Neonspire. Algunos secretos se convierten en rutina, otros en fantasmas que te acompañan siempre.
Yo solo sé que desde esa noche, cada vez que los drones zumban junto a mi ventana y los anuncios de la ciudad me inundan con colores imposibles, recuerdo que bajo toda esa capa de acero y neón seguimos siendo lo mismo de siempre: criaturas vulnerables, capaces de perder la cabeza por una mirada, un gesto, un roce.
Y me queda una pregunta abierta, tan brillante como los rótulos de la ciudad:
¿Qué pasará cuando las máquinas aprendan no solo a medir nuestro deseo, sino a provocarlo a su antojo?