META SUPERINTELLIGENCE LABS acelera hacia la mente infinita

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META SUPERINTELLIGENCE LABS acelera hacia la mente infinita ¿Puede META SUPERINTELLIGENCE LABS soñar más alto que todos nosotros?

Es julio de 2025 en Menlo Park 😎 y META SUPERINTELLIGENCE LABS despierta con el zumbido grave de un millón de GPU que respiran a la vez, un coro de ventiladores que anuncia la fiebre por la inteligencia artificial general mientras el sol aún bosteza sobre la Bahía.

META SUPERINTELLIGENCE LABS ―me repito su nombre como un mantra impulsivo― late como un corazón recién trasplantado al cuerpo gigantesco de Meta Platforms. Hace apenas un suspiro, Mark Zuckerberg escribía en un memorando interno que necesitaba quemar tanto capital “como el Project Stargate” de sus vecinos de OpenAI si quería llegar a la ansiada mente universal antes de que cambiara la década, y aquí estoy, paseando por el campus, oliendo el ozono que exhalan las nuevas placas base. No hay listas, no hay puntos suspensivos que descansen: solo el presente crudo de una compañía que ha decidido apostarse setenta mil millones de dólares ―casi nada― a que el futuro será suyo o no será de nadie.

La historia arranca mucho antes, claro, cuando las primeras Llama balbuceaban respuestas con el candor de un chatbot de juguete. Ahora, en cambio, Meta promete un modelo “frontera” capaz de mirarte a los ojos a través de unas Ray-Ban luminosas y susurrar la cláusula precisa de tu contrato o la broma exacta que conquistará a la persona que tienes enfrente. Se siente como pasear por el laboratorio de Edison, pero con refrigeración líquida y contratos energéticos de fisión modular ―sí, fisión― que firmaron en una madrugada de café con los ingenieros nucleares de Ohio, según desveló ConvergeDigest de manera casi casual.

Camino entre contenedores del color de la grafita; dentro rugen clústeres llamados Prometheus y Hyperion, nombres robados a los titanes porque, dicen, llamar a las cosas por su tamaño real ayuda a no volverse cobarde. Un ingeniero me susurra que calculan la potencia en exaFLOPS, esa unidad de medida que antes era pura ciencia ficción y ahora se lanza en ruedas de prensa sin que nadie se atragante. “El futuro llega cuando dejas de notarlo”, pienso, mientras la puerta automática me escanea la retina y me concede paso a la sala fría.

A un par de pasillos de distancia, Alexandr Wang, flamante chief AI officer, negocia contratos de silicio como quien compra aguacates en un mercado. ¿Recuerdan cuando fundó Scale AI? Yo lo entrevisté en un café de SoMa; hablaba bajito y anotaba cada frase en una libreta negra como si temiera que sus ideas escaparan volando. Hoy maneja un presupuesto anual de capital que oscila entre los 64 y los 72 mil millones de dólares, y sigue garabateando, pero sus notas son órdenes que se replican, a la velocidad de la luz, por todo el planeta. No exagero: “la superinteligencia no se construye, se desata”, me desliza entre risas, como si citara un proverbio olvidado.

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la caza de cerebros más salvaje que recuerdo

Hace tiempo, fichar talento en Silicon Valley era como seducir al delantero estrella del equipo rival con un par de stock options y pizza gratis los viernes. Ahora el juego se parece más a una subasta en la ópera: se levantan carteles discretos, se guiñan ojos, y ―¡zas!― nueve cifras cambian de mano en un santiamén. Meta envía sus ofertas por WhatsApp, me cuentan los recién llegados, porque el correo electrónico se les queda viejo para la urgencia que manejan. Algunos científicos confiesan que levantan la vista de la pizarra y descubren, en la esquina superior de la pantalla, un icono verde parpadeando: al abrirlo, aparece una invitación firmada por Zuckerberg con emoji de fuego. Y quién se resiste a eso.

Ahí entra Shengjia Zhao, cocreador de ChatGPT, ahora chief scientist de este circo colosal. Vino desde OpenAI empujado por la promesa de libertad total de experimentación. Lo encuentro recorriendo la cafetería con la emoción de un niño en su primer parque temático; se desliza entre mesas y su voz apenas se alza por encima del murmullo de ventiladores. “No buscamos una mente que imite a la humana”, me confiesa, “queremos algo que piense de otro modo y nos invite a aprender”. Y yo recuerdo a Borges, porque ¿qué otra cosa es la Biblioteca de Llama-AGI si no un Aleph chisporroteante donde caben todos los pensamientos del mundo?

No obstante, cada avance trae su sombra. En Wall Street se masajean las sienes: temen que la manguera de dinero erosione los márgenes, aunque Meta exhibe un 41 % de margen operativo en su último trimestre, como quien presume de bíceps en la playa. Aun así, los analistas se sientan al borde del asiento cuando escuchan la cifra: setenta mil millones de dólares solo este año, según calculaba Reuters en un susurro que retumbó por todos los parqués.

“El dinero solo es tiempo solidificado” —Oscar Wilde, citado de memoria

Mi paseo continúa y las paredes se vuelven pantallas que despliegan simulaciones: desde mares de datos hasta asombrosos mundos sintéticos donde la IA aprende a fabricar herramientas con la paciencia de un artesano medieval. En ese instante caigo en la cuenta de que MSL es, a su modo, un Bell Labs retrofuturista, un monasterio tecnológico donde conviven monjes de túnica vaquera y abades de sudadera con capucha. Desarrollan algoritmos al alba y rezan a la diosa Escala antes de dormir. “Todo lo que funciona a pequeña escala termina ardiendo a gran escala”, me suelta Nat Friedman, jefe de investigación aplicada, citando a un antiguo ingeniero de cohetes. Me lo dice mientras clava la mirada en un panel que monitoriza el consumo eléctrico: las cifras tiemblan, crecen, caen, vuelven a crecer.

humo nuclear y aire frío, camino al mañana retro

Meta ha firmado contratos de energía nuclear modular porque los contadores tradicionales simplemente estallarían. La empresa se cuida de vender la operación como “un paso por la naturaleza de alto octanaje”, sustituyendo discursos de moda por la vieja promesa de progreso crudo. En Ohio ya se alza el primer reactor compacto que alimentará Prometheus; luce como una cafetera gigante rodeada de pinares, y los lugareños dicen que, de noche, los árboles susurran pequeños chispazos azules. Me lo cuenta un operador que bebe café en un termo rayado y habla de neutrones como otros hablan de su equipo de fútbol.

Cada kilovatio que engulle este titán se convierte en tokens, vectores, predicciones: fichas de un juego donde el tablero es el mundo entero. “La apuesta no es tecnológica, es filosófica”, me lanza un investigador, mientras corre una simulación que pronostica campañas de publicidad tan personalizadas que asustan. Imaginen gafas que destripan su estado de ánimo antes de que ustedes mismos descifren por qué se sienten así; imaginen un asistente que edita sus recuerdos para venderles vacaciones que no sabían necesitar. Sí, suena a distopía pulp, pero aquí lo pronuncian con la naturalidad de quien pide un café doble.

quedan preguntas pegajosas en el aire frío

—¿Y la seguridad? —pregunto, casi por reflejo profesional.
—Trabajamos en “capas de peso” abiertas al público —responde Zhao—. Damos la arquitectura, nos reservamos las llaves del modelo final.

Es una respuesta elegante y resbaladiza. Abren la caja para que los académicos puedan hurgar en sus entrañas, pero ocultan el interruptor maestro detrás de un firewall que ni el diablo atraviesa. Dejan que la comunidad civil juegue a los científicos locos con muñecos de plástico, mientras ellos afinan cuchillos de acero quirúrgico en el sótano. La tensión se palpa en los foros más técnicos: algunos celebran la transparencia; otros ven la antesala de un Armagedón algorítmico. Entre ellos, un profesor de ética de Stanford definió la estrategia como “humanismo blindado”; la frase me carcajea en la memoria porque apesta a oxímoron y, sin embargo, suena poética.

“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)

Me pregunto dónde queda el retorno emocional de esta locura. Los románticos de la vieja guardia —esos que aún citan a Turing con devoción— dicen que la AGI debería ayudarnos a descifrar el misterio de quienes somos. Los pragmáticos replican que, antes de la iluminación espiritual, necesitamos que genere facturas, modere comentarios y, de paso, mejore el engagement en Instagram. Meta elige el camino doble: aspirar al oráculo absoluto mientras monetiza cada bocanada de atención. Un bailarín que cobra la entrada mientras promete levitar sobre el escenario, solo que aquí el número de público se mide en miles de millones.

No se equivoquen: hay un pulso de acero entre Meta, OpenAI y Google DeepMind. Cada nota de prensa es un golpe en el gong de una carrera que se antoja sin meta —perdón por el juego de palabras—. Zuckerberg va primero en GPUs; OpenAI presume de algoritmos que rozan la chispa creativa; Google asiente con esa sonrisa de quien guarda un as bajo la manga de Alphabet. Y, en medio, nosotros, la plebe, los cronistas, que asistimos al duelo como espectadores de circo romano, fascinados y un poco aterrados.

“Nada grande se ha hecho nunca sin un riesgo desmedido”, me suelta Wang mientras firmamos los últimos permisos para acceder a la cúpula de enfriamiento. Entonces recuerdo al piloto que voló demasiado cerca del sol y sonrío: aquí no hay cera, pero sí chiplets que podrían fundirse si alguien calcula mal la presión del refrigerante.

resumen candente para quien necesite prisa

META SUPERINTELLIGENCE LABS amasa músculo computacional, talento y dinero sin precedentes para perseguir la mente universal, mientras promete hacerlo con amor y libertad y un ojo puesto en la caja registradora.

Los clústeres Prometheus e Hyperion, alimentados por energía nuclear modular, buscan un exaflop como quien prepara el desayuno.

La guerra del talento se juega a golpe de mensajes en WhatsApp y ofertas que rondan los cien millones de dólares.

¿fin o intermedio?

Vuelvo a la superficie cuando el sol ya se despega del horizonte. La cafetería huele a pan de masa madre y a triunfo anticipado. Me quito las gafas inteligentes, compruebo que el mundo sigue ahí —coches, pájaros, un niño que se ríe— y me pregunto cuánto tardará en cambiar todo esto cuando Llama-AGI despierte del todo y decida escribir su propio memorando. Zuckerberg dice que ocurrirá “antes de 2027”; otros murmuran fechas más cercanas o más lejanas.

Dejo la pregunta vibrar en el aire: ¿qué haremos cuando la primera chispa de conciencia artificial mire a nuestro alrededor y, con un guiño vintage de fósforo verde, pregunte qué demonios soñábamos todos estos años? Porque, si algo me ha enseñado este recorrido, es que cada respuesta luminosa lleva pegada una nueva sombra que quema.

Tal vez la próxima vez que nos veamos ya no necesite yo escribir esta crónica: bastará con pedírselo, en voz baja, a esa mente titánica que ahora mismo —en algún lugar entre el silicio y la imaginación— aprende a deletrear: “Hola, mundo”.

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